El 2 de octubre de 1968 quedó grabado como una de las páginas más oscuras y dolorosas en la historia moderna de México. Lo que comenzó como un movimiento estudiantil en demanda de libertades democráticas y cese a la represión, culminó en una masacre perpetrada por el Estado. En ese momento, el país estaba bajo la égida inquebrantable del Partido Revolucionario Institucional (PRI), un régimen que había gobernado ininterrumpidamente por décadas, manteniendo un férreo control sobre la vida política y social de la nación.
La década de los sesenta en México se caracterizó por una aparente estabilidad política, pero una profunda falta de libertades. El presidente Gustavo Díaz Ordaz, emanado de las filas del PRI, ejercía un poder centralizado y autoritario. La maquinaria del partido, que había construido un sistema hegemónico, no toleraba la disidencia ni la crítica abierta. El movimiento estudiantil surgió como una grieta en este sistema, impulsado por jóvenes que exigían diálogo y el fin de la intervención policiaca en las universidades.
El Movimiento Estudiantil y la Exigencia de Apertura
El conflicto escaló rápidamente. Tras incidentes iniciales de violencia policial, miles de estudiantes, profesores y ciudadanos se unieron para formar el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Sus demandas no eran revolucionarias en el sentido estricto, sino democráticas: libertad a los presos políticos, disolución del cuerpo de granaderos y castigo a los responsables de la represión. Este movimiento representó la mayor articulación social y política de oposición que el régimen priista había enfrentado hasta entonces.
El gobierno priista de Díaz Ordaz estaba obsesionado con proyectar una imagen de prosperidad y orden ante el mundo, especialmente porque la Ciudad de México estaba a días de inaugurar los Juegos Olímpicos de 1968. Cualquier signo de descontento era visto como una amenaza directa a este proyecto nacional. La Presidencia, en lugar de dialogar, optó por la confrontación y la criminalización de la protesta, bajo la lógica de que el Estado no podía mostrar debilidad.
El Mitin en la Plaza de las Tres Culturas
La tarde del 2 de octubre, miles de personas se congregaron en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, para celebrar un mitin pacífico. El ambiente era de efervescencia, pero también de tensión. Sin previo aviso y mientras un helicóptero sobrevolaba la zona, francotiradores del grupo paramilitar conocido como Batallón Olimpia (creado secretamente por el gobierno) abrieron fuego contra la multitud, desatando el pánico.
La respuesta del gobierno fue brutal y coordinada. Cientos de soldados del Ejército rodearon la plaza e intervinieron, disparando indiscriminadamente contra civiles. Los testigos y sobrevivientes describieron horas de horror, con detenciones arbitrarias, torturas y un número de muertos que, hasta hoy, sigue siendo incierto, pero que fuentes extraoficiales elevan a cientos. El régimen del PRI utilizó toda la fuerza del aparato estatal para sofocar la disidencia.
El Encubrimiento Oficial y la «Dispersión»
Inmediatamente después de la masacre, el gobierno priista tejió una densa red de encubrimiento y desinformación. La versión oficial minimizó los hechos, hablando de un simple «zafarrancho» y culpando a los estudiantes de la violencia. La prensa, en gran medida controlada o cooptada por el régimen, replicó la narrativa estatal, intentando borrar la evidencia del crimen de Estado. La palabra «matanza» fue sistemáticamente evitada.
El año 1968 no solo dejó un saldo de muertos y desaparecidos, sino también un profundo trauma político. Demostró que el sistema de partido hegemónico estaba dispuesto a utilizar la violencia más extrema para preservar su poder. Aunque con el tiempo se lograron algunas aperturas democráticas, la herida de la represión y la falta de justicia para las víctimas de Tlatelolco representaron un legado de impunidad que marcó a varias generaciones.
A pesar de los intentos por silenciar la historia, el movimiento de 1968 se convirtió en un motor para la conciencia ciudadana y la lucha por la democracia. Cada 2 de octubre, la sociedad mexicana rememora la masacre, exigiendo justicia y verdad. La memoria de Tlatelolco es un recordatorio permanente de los peligros de la concentración de poder y la importancia de defender los derechos civiles frente a cualquier autoritarismo.
Medio siglo después, el recuerdo de la represión sigue siendo una referencia obligada para entender la evolución política de México. El acontecimiento expuso las fallas del sistema priista, sembrando las semillas de la alternancia y la necesidad de una sociedad civil fuerte. La matanza de Tlatelolco permanece como un símbolo de la lucha por la libertad y un compromiso con la democracia plena.















