Por Andrés Vera Díaz
Sí, México es uno de los países más peligrosos en el mundo para ejercer el periodismo. Desde hace décadas, la opresión gubernamental, desaparición forzada y los asesinatos perpetrados desde el crimen organizado convierten al país en un nicho adverso para la exposición de ideas y hechos.
Aunque existen aristas falseadas a priori sobre la libertad de expresión en la actualidad, pues se afirma que como nunca en la historia, se coarta e impide la misma, existen aún alarmas en un país en el que la inseguridad y radicalismo ideológico sigue vigente.
El control de la información y los medios masivos de comunicación, arreciado anterior a la represión estudiantil de 1968 y que continuó de forma exacerbada pasado el halconazo de 1970, se expandió casi de manera unánime hasta el sexenio de Peña Nieto.
La tergiversación de ideas y manipulación de las grandes marcas tenían la intención de colocar contextos fuera de la realidad de fondo, solo alguno periódicos como La Jornada Nacional mantenían un referente de disparidad a la línea oficial.
Esa cultura prolifera hasta nuestros días, con medios como Latinus, Reforma y propagandistas como Alzaraki, que sencillamente minados en sus intereses de poder y económicos, se han enmarcado como el referente de la información consumible para la derecha u oposición actual.
En los contextos locales, la diferencia no es mucha, mientras aún se confunde la ideología o idiosincrasia con el tiempo sexenal, otros optan por la definición -que nada tiene de malo mientras el periodismo no tienda a la falsedad de datos para acomodarlos a su propia conveniencia-, pero existen multitud de situaciones en las que por mero interés económico o hasta parasitario, comunicadores van definiendo su ruta informativa o línea editorial conforme a periodos gubernamentales.
Pero más allá de esta situación evidente, la diferenciación entre la óptica personal o del medio, tampoco puede extenderse a la exposición de hechos bajo la clara evidencia de abuso o arbitrariedad que transgreda a lo físico.
Particularmente dicha extensión obedece a la lógica de ostentación de poder de fuerzas armadas o políticos acomodaticios, que observan la degradación de sus beneficios en contraste con la expresión retórica. Su legitimidad y condición de poder se colocan en entre dicho mientras encuentran resquicios para interpolar el sustento de su existencia.
Así, podemos remontarnos a varios casos de abusos policiacos o autoridades sobre el ejercicio de las funciones periodísticas o informativas -aunque muchos han caído en el charolismo sin sentido práctico-, pero entre tales arbitrariedades, el comunicador se expone a la sentencia del abusivo uso de poder, provenga de donde provenga, mientras justifica la aplicación en otros sentidos, o sencillamente hace caso omiso.
El recuerdo salta a la vista cuándo quien redacta ha registrado por lo menos seis amenazas directas y cuatro agresiones personales. Desde la fustigación en marchas luego de exponer las corruptelas del «congruente» José Narro, hasta el acoso institucional e intento de derribo de dron por parte de gobiernos priistas, tras la publicación de un reportaje de los excesos de Miguel Alonso.
Desde la golpiza de seis policías municipales a manos del primer gobierno morenista en la capital zacatecana, hasta las intimidaciones de seudo líderes perredistas -cuya denuncia sigue vigente- , poco eco se ha encontrado en la solidaridad extensiva.
Y es que la autoncensura para manifestarlo, proviene precisamente del interés particular en la obtención de réditos económicos, la antipatía ideológica y personal, hasta las posturas de estricto rigor individual.
Por eso, la conformación de grupos de interés se sostienen ni siquiera en la naturaleza propia del trabajo periodístico, sino en la asistencia de simpatías por animadversión cronológica. Sin embargo y a pesar de los supuestos, diferencias de fondo en el manejo informativo, amistad o enemistad, la solidaridad debe hacerse patente ante las amenazas de agresión física o patrimonial de cualquier trabajador de los medios de comunicación. Ya estará de más cualquier tipo de anexo con carácter político.
Si bien, con la periodista Norma Galarza existen enormes distanciamientos en la definición política y aún a pesar de haber coincidido en algunos temas de carácter informativo, no se le puede negar emitir un repudio total a las amenazas de la cuál fue objeto. Sacar a la luz abusos perpetrados desde el estado o un ente gubernamental podrá o no tener una liga de interpretación política, pero raya en lo siniestro, que se intente coaccionarla o agredirla de forma física por su propio trabajo.
En esta ocasión le ha tocado a ella. A pesar de que evidentemente en Zacatecas muchos periodistas, comunicadores y fotoperiodistas traen consigo historias de agresión, no importa su orientación informativa, eso nada tiene que ver con la represión perpetrada por instancias oficiales.
En el periodismo o la comunicación, lo que se debaten son las ideas y la exposición de hechos, no colocar en escenarios de pretendida violencia física la manifestación de información, sea o no a conveniencia de grupos particulares, instituciones o grupos de poder.
Permitir que eso suceda, expone a quienes se identifican en contra de esas propias manifestaciones. Los coloca en la posibilidad de que en otras coyunturas, sean objeto de intimidaciones por parte de aquellos que no comulgan con sus nichos.
Nada tiene de malo situarse en un territorio ajeno, de hecho, es parte también de la propia naturaleza del ejercicio periodístico, pero pasar a un plano de violencia física es solamente la proyección de la idiosincracia. Eso es algo que aún cuesta erradicar en el pensamiento colectivo.