Por: Dra. Maricela Dimas Reveles
Existe un vínculo indisoluble entre el principio de igualdad y los derechos humanos, que obliga a los Estados a respetar, proteger y garantizar el pleno y libre ejercicio de éstos sin discriminación alguna por motivos de sexo, raza, nacionalidad o cualquier otra condición. Esta estrecha relación tiene su raíz en el fundamento mismo de los derechos humanos: la dignidad humana. La cual, es inherente al ser humano y lo reconocen como titulares de derechos anteriores al Estado. Bajo esta lógica, todos los seres humanos tenemos derechos frente al poder público, que constriñen su actuación a garantizar no sólo su vida, sino que ésta se desarrolle bajo un mínimo de condiciones considerables indispensables para que sea digna.
Es este cambio de paradigma, gracias al cual, por primera vez, los seres humanos poseemos derechos oponibles al poder del Estado, al constituirse como verdaderos límites para su actuación, lo que posibilitó su adopción en un instrumento de índole internacional, en el que se establecieron puntualmente los objetivos o fines del poder público, respecto de los cuales tiene el deber de organizar su estructura y andamiaje jurídico para asegurar su plena realización.
Si los derechos humanos surgen de los atributos de la persona, y no del hecho de ser nacional de determinado Estado, estos deben ser reconocidos a todos los seres humanos, independientemente de sus condiciones particulares. De ahí, que estos sean merecedores de una protección universal o internacional, que se encuentra por encima de la soberanía de cada Estado en particular.
Sin embargo, establecer que estos derechos inherentes al ser humano, se reconocían por igual a hombres y mujeres, no fue una tarea menor. Baste recordar que, en 1789, la adopción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, dejó fuera de ésta a más de la mitad de la población: las mujeres. Quienes, a pesar de haber participado activamente en la Revolución Francesa, no fueron consideras como libres e iguales en derechos que los varones. Por lo que estos derechos no fueron propiamente universales, al excluir de su titularidad a las mujeres y a ciertas minorías como los esclavos.
Fue necesario que trascurriera más de un siglo para lograr una democratización del derecho, que reconociera que hombres y mujeres tienen igual valor en dignidad y derechos. Fundamento que fue objeto de múltiples discusiones, al cuestionarse si conferir igualdad y libertad a las mujeres atentaba contra los valores de civilizaciones e instituciones más antiguas que las occidentales. No obstante, tanto la Carta de las Naciones Unidas, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, reafirman en sus textos la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, y el compromiso de los Estados para hacer de ésta una realidad.
De esta manera, se introduce el principio de igualdad al lenguaje jurídico. Haciendo con ello incompatible toda situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlo con privilegios o bien que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o lo discrimine del goce de los derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación de inferioridad. Así, del principio de igualdad, se desprende la obligación de los Estados para no introducir en sus ordenamientos jurídicos disposiciones discriminatorias, que se traduzcan en un tratamiento diferenciado entre los seres humanos, que no corresponde con la naturaleza única e idéntica que se les reconoce a todas las personas.
En este sentido, podemos advertir cómo el principio de igualdad transversaliza a todos los derechos humanos, hasta el punto de ser uno de sus fundamentos. Gracias a ella, los Estados han tenido que asumir que las mujeres constituimos la mitad de la humanidad, y que no existen argumentos que justifiquen su exclusión del ámbito público. De ahí, la afirmación consistente en que los derechos de las mujeres son derechos humanos, como se señaló en la Conferencia de Viena en 1993, mediante la cual se humanizó a las mujeres, al reconocernos como seres humanas con sentido y fines propios, autónomas, poseedoras de la misma dignidad que se atribuye a los hombres.
Todos los derechos para todas las personas.