Por Saúl Monreal Ávila
Para sorpresa de muchos, la semana pasada Peña Nieto ofreció disculpas al pueblo mexicano por el escándalo e indignación que provocó el inmueble conocido como la Casa Blanca valuada en 7 millones de dólares. En el marco de la promulgación del Sistema Nacional Anticorrupción mostró un fingido arrepentimiento y reconoció, como López Portillo en su discurso de 1982, que el titular del ejecutivo había cometido un error.
Además de la renuncia de Virgilio Andrade a la titularidad de la Secretaría de la Función Pública, los asesores de la administración pública federal emprendieron una polémica estrategia para redimir a la figura presidencial con los mexicanos y limpiar el nombre del gobierno federal. Legitimando así (o tratando) que el Sistema Nacional Anticorrupción nazca como una genuina respuesta a las demandas ciudadanas de transparencia y honestidad en la función pública.
El que Peña Nieto haya denominado como un “error” a la casa blanca, ha generado infinidad de opiniones, habiendo coincidencia en que asumirlo como tal es una manera interesante de zafarse del principal problema que representó y representa la corrupción que está arraigada hasta la médula del gobierno federal, desde el nivel más bajo, hasta el más alto, sin excluir al mismo presidente de la republica.
Luego de analizar esto, surgen grandes interrogantes para la reflexión, estimado lector. Las medidas emprendidas por el gobierno federal ¿sirven para reducir el mal humor social? Mal humor social que el mismo Peña Nieto ha reconocido que existe en el ánimo ciudadano. ¿A qué se debe que reconozcan en un momento crucial de su periodo que sus acciones han causado indignación a los mexicanos?
Más importante aún es si debemos esperar también una disculpa por los 43 de Ayotzinapa, por la opresión y asesinatos, resultado de la lucha magisterial, por la brutal ola de inseguridad y los miles de muertos que ha dejado su periodo, por el desgobierno y el riesgo que han generado las reformas estructurales a México, por el aumento en los índices de pobreza, por la devaluación del peso o por los casos comprobados de corrupción de los gobernadores priistas.
En fin, la lista de disculpas que tendría que ofrecer Peña Nieto pareciera interminable y aunque con un “perdón”, no se limpia el nombre de un gobierno que se ha dedicado a lastimar el tejido social, serán los mexicanos quienes decidan si aceptan sus disculpas o no. Al menos reconocemos el que quizá sea un fingido intento de redimir sus errores, ya que en Zacatecas, del corrupto y ególatra de Miguel Alonso, ni eso podemos esperar.