Por Azam Ahmed y Paulina Villegas
El linchamiento comenzó a eso de las 7:20 de la noche; los hermanos apenas habían terminado sus encuestas sobre elconsumo de tortillas.
Los habitantes de Ajalpan se enfrentaron a los jóvenes, pues losconfundieron con secuestradores. La policía confirmó que eran encuestadores que hacían un estudio de mercado y se los llevó a un lugar seguro. Pero alguien enfurecido decidió tocar las campanas de la iglesia en la plaza, y entonces llegaron cientos de personas.
La multitud se concentró en las puertas de la alcaldía. Le prendieron fuego a la biblioteca municipal y arrebataron a los hermanos de las manos de la policía. Al final, un hombre con un casco de motocicleta caminó tranquilamente hacia el centro de la multitud enardecida, roció a los hermanos con gasolina y encendió un fósforo.
El video de lo sucedido, grabado con un celular, salió al aire a finales del año pasado en canales locales de televisión, provocando la condena absoluta de los hechos y una ola de indignación. Las autoridades le echaron la culpa de lo sucedido a rumores sobre secuestradores que se llevaban niños, mientras un funcionario local sugirió que todo había sido culpa de la oposición.
Pero para la gente de Ajalpan, la explicación es otra: cansados de la corrupción y la indiferencia del gobierno, la multitud tomó la justicia por sus propias manos, algo que ha sucedido toda la vida y que, ahora, según las autoridades mexicanas, ha aumentado.
Este tipo de asesinatos plantean una cuestión difícil para México y subrayan una tendencia alarmante: En 2015 hubo al menos 78 linchamientos, más del doble que el año anterior, según información recopilada por Raúl Rodríguez Guillén, profesor y autor del libro “Los linchamientos en México: 1988-2014”. Además hubo más linchamientos públicos el año pasado que en cualquier otro periodo del último cuarto de siglo.
Este tipo de comportamiento colectivo se alimenta de la desesperación y la impotencia, sentimientos muy extendidos en México, un país donde el 98 por ciento de los asesinatos quedan impunes y el Estado está ausente en algunas regiones. Se calcula que solo se denuncia el 12 por ciento de los crímenes que se cometen. La mayoría de la gente no cree que se haga justicia.
Ese vacío, llevado al extremo, se convierte en violencia
“Hay una crisis en cuanto al crecimiento de la violencia y el crimen, así como una erosión paralela de la autoridad y la ley”, dijo Guillén. “Estos linchamientos adquieren un doble significado. La gente lincha tanto al sospechoso como al símbolo de autoridad”.
En entrevistas con docenas de habitantes de Ajalpan sobre al linchamiento de los hermanos (David y José Abraham Copado Molina) no se encuentran demasiadas muestras de arrepentimiento. Al final, el miedo a que dos sospechosos escaparan con ayuda de la policía fue mayor que la preocupación de derramar sangre inocente.
“Si fueran inocentes, y no estoy diciendo que lo fueran, entonces se trata de un grupo que está pagando por los crímenes de otros”, dijo Emmanuel Petla, de 33 años, cerca del sitio de los linchamientos de octubre. “Lo que pasó el día de los linchamientos es una situación que ya lleva algún tiempo”.
“Una cosa llevó a la otra: la inseguridad, la frustración, la confusión y el cansancio”, añadió.
La policía no está exenta del ataque de una multitud. El año pasado, en este lugar atacaron a cinco agentes después de que un vecino del lugar falleciera durante un operativo. Dos de ellos murieron.
Los habitantes de la delegación Iztapalapa han colocado carteles en los que advierten a los ladrones que no los entregarán a la policía. En vez de eso, la venganza será contra sus madres. En septiembre, otra multitud prendió fuego a dos hombres a los que acusaban de robar un auto en el estado de Chiapas.
Hace mucho tiempo que los habitantes viven con ese sentimiento de frustración. Y tampoco es nueva la tendencia de buscar hacer justicia por su cuenta. En los últimos años han surgido grupos de autodefensa para luchar contra el crimen organizado, tratando de llenar el vacío que dejan los gobiernos, incapaces de combatir a los grupos criminales porque no han querido hacerlo o porque colaboran con ellos.
Pero con todas las fallas del gobierno, las autodefensas rara vez logran mejores resultados.
Los avances iniciales de algunos grupos de autodefensa dan lugar a comportamientos predatorios, y así crean una nueva clase de criminales. Los linchamientos casi nunca generan algo más que indignación pública o un sentimiento, breve, de que alguien ha hecho algo por la comunidad.
Y a veces la comunidad se equivoca, como sucedió con los hermanos Copado.
“No puedo imaginar cómo puede estar pasando esto en nuestro país”, dijo Pablo Copado, hermano de los dos hombres linchados. “Pisotearon cada centímetro de la integridad de mis hermanos; pasaron por encima de toda su humanidad”.
Habían trabajado juntos desde que David, de 34 años, convenció al menor de sus hermanos para que trabajara con él como encuestador. Le había enseñado a José cómo acercarse a los encuestados y cómo formular las preguntas.
No fue una tarea fácil. José, de 30 años, era callado e introvertido, todo lo contrario de David, muy simpático y sociable. José tenía aficiones peculiares, como hacer figuras de papel maché y paletas de malvavisco, pero le tenía mucho cariño a David, el hermano mayor de la familia, y a sus dos hijos gemelos de tan solo dos años. Era tan devoto de sus sobrinos que David a veces decía en broma que José era el verdadero padre.
David era el tipo de persona que se pasaba todo el rato charlando si lo dejabas. David eligió ese trabajo, en parte, porque le permitía hablar con la gente y ver el país. A José le encantaba porque podía pasar tiempo con su hermano.
El día que murieron, los hermanos habían llegado a Ajalpan alrededor de las 9 de la mañana. Vinieron a esta ciudad, de alrededor de 60.000 habitantes, por encargo de Marketing Research and Services para hacer encuestas sobre el consumo de tortillas entre niños. Ese era su trabajo: hacer preguntas básicas para estudios de mercado.
El trabajo era bastante común, pero el contexto no. El pueblo estaba envuelto en un torbellino de miedo. Los días previos a su llegada, las redes sociales se inundaron con advertencias sobre secuestros de niños y mensajes que pedían que todo el mundo estuviera pendiente de personas extrañas.
Unas horas después de la llegada de los hermanos Copado a Ajalpan, empezó a correr la voz de que habían llegado dos hombres que llevaban camisa, pantalón de vestir y mochila al hombro. Por la tarde, un grupo de vecinos se acercó a los hermanos afuera de una tienda.
La muchedumbre exigió saber por qué estaban preguntando sobre los niños. Los hermanos explicaron y les enseñaron sus identificaciones. Pero los residentes se pusieron más agresivos. La policía llegó y se llevó a los hermanos.
Aquí la policía no inspira confianza. Casi todos los habitantes de Ajalpan entrevistados recordaron un episodio que había sucedido un año antes: atraparon a un hombre que robaba las limosnas de la iglesia y la policía lo dejó ir. Entonces intentaron lincharlo, pero logró escapar.
Así que cuando la policía anunció que los hermanos eran inocentes, pocos le creyeron. Alguien alegó que había una niña, abusada sexualmente, dispuesta a testificar.
Llevaron a la niña a la comisaría. Allí estaban los dos hermanos, temblando de miedo.
Pero no los reconoció. “Dijo que nunca los había visto”, afirmó Enrique Bravo, el policía de turno.
El testimonio no los salvó
Podían oírse los gritos enardecidos desde el interior de la delegación policial. Los agentes encerraron a los hermanos en una habitación pequeña y resguardaron la entrada con más guardias.
Alguien comenzó a tocar las campanas de la iglesia, una llamada a las armas.
Roberto Hernández, de 24 años, dijo haber escuchado que los hermanos ya habían confesado. Miguel Hernández, un vendedor de helados, recordó que sus vecinos gritaban: “Vengan con nosotros. ¡Vamos por los ladrones!”
Después de que la multitud entró al edificio de la alcaldía en el que estaba la estación policial, abriéndose paso a golpes, hubo disparos, alguien abrió la celda y arrastraron a los hermanos hasta la plaza.
Luego la muchedumbre saqueó el edificio y le prendieron fuego a un centro de educación continua y a la oficina de correos local.
En los días posteriores, se levantó un pequeño altar en medio de la plaza, justo en el lugar donde se encontraron los restos calcinados de los hermanos.
Algunos lamentaron las consecuencias del linchamiento para el pueblo.
“Tenemos tanta cultura y tradiciones aquí… nuestra comida, las artesanías. Pero ahora somos conocidos por esto”, dijo Juan Guzmán, alcalde adjunto.
Pero para otros, la reputación no es del todo mala. Algunos residentes afirmaron que tendría que pasar mucho tiempo antes de que otro ladrón o secuestrador apareciera por el pueblo.
“Tiene un efecto”, dijo Donardo Andrade, de 27 años.
En la casa de los Copado, en Ciudad de México, el efecto ha sido devastador. Los hijos de David lloran a menudo por su padre, aunque son demasiado jóvenes para entender lo sucedido.
“Pueden sentir su ausencia”, dijo la madre de los hermanos linchados, Dulce María Montero, que en la celebración del Día de Muertos colocó un tarro de miel con guayaba sobre el mantel y levantó un altar para sus hijos.
Reza para que esa dulce fragancia guíe las almas de sus hijos y puedan llegar a casa.