Por Argelia Aragón Galván
La vecindad surge en México en el contexto de la sociedad capitalista, es producto de la desigualdad social y económica, en donde quedan de manifiesto la sobrepoblación y la vida colectiva, es también. Incluso, las vecindades son el escenario en donde se representan muchas películas del cine de oro mexicano, lo que evidencia la vida a la que se estaban adaptando los pobladores de aquella época.
La traza o la planta arquitectónica de conjunto de la vecindad no posee un orden determinado, el único espacio homogéneamente conservado es un patío central a cuyo alrededor se ubican habitaciones que hacen las veces de vivienda, en donde el espacio es reducido, generando hacinamiento y favoreciendo conductas tales como promiscuidad y la violencia. “En su interior persiste un microcosmos distinto al del resto de la ciudad, pues su memoria visual se empeña en preservar las imágenes del dejo y el deterioro”, (Hernández, 2013:13).
La marginalidad de la vivienda precaria se acentúa con el descuido estético del espacio, derivado quizá de la ausencia del sentimiento de pertenencia material, debido a la temporalidad en que se habita. No obstante, se tiene pertenencia al entorno, creando así vínculos con la dinámica social de la vecindad, en donde se está sujeto al ánimo colectivo y a la segregación dentro del perímetro de la ciudad, creando generaciones nómadas entre vecindades.
Su paisaje es causa y efecto de la violencia que se vive en su interior, en ésta intervienen formas, colores, descuido, sonidos, temperatura, luces y limitaciones espaciales que producen estados alterados de humor y roces vecinales.
Según datos de INEGI en el año de 1990 existían en México 14, 492 viviendas colectivas y en 2010 observamos una reducción importante de las mismas con 7,423.