La crisis política emanada del caso Ayotzinapa, ha dejado como uno de sus principales afectados al Partido de la Revolución Democrática (PRD). La salida del gobernador Ángel Aguirre, un perredista tránsfuga del PRI, y las acusaciones respecto a la desaparición de los 43 normalistas sobre el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, otro perredista, provocaron al seno del PRD una serie de acusaciones y contraacusaciones a fin de achacar culpas y responsabilidades. Ante este nuevo desorden en el partido del “sol azteca”, su líder moral, Cuauhtémoc Cárdenas, exigió por medio de una carta la renuncia del recién elegido presidente nacional partidista, Carlos Navarrete. Las razones de Cárdenas se centran en que, según él, el PRD ya no posee credibilidad ante la sociedad y, por ende, ha perdido autoridad moral como alternativa política, lo cual sólo se podría revertir mediante una renovación total. Si bien los argumentos tienen sentido en el actual entorno, la coyuntura representa una oportunidad para reavivar la pugna entre facciones al interior del partido y tratar de capitalizarla para terminar con la hegemonía de Nueva Izquierda (“Los Chuchos”) en el PRD. Así las cosas, ¿qué le depara al perredismo de cara a este conflicto interno?
El caso Ayotzinapa evidenció un grave caso de colusión de autoridades con el crimen organizado, pero también dejó en entredicho la reputación del PRD. Tal como sucedió con Acción Nacional y las contradicciones existenciales que padeció durante su estancia en el gobierno federal, el perredismo se ha topado con la cruda realidad de no poder sostener la congruencia entre los ideales de una doctrina de defensa de la honestidad, combate a la corrupción, y tolerancia política ante el disenso, con el ejercicio de la autoridad. Si a esto se le añade el daño a la imagen del partido tras su incorporación al Pacto por México, en el contexto del acuerdo de gobernabilidad que caracterizó a la administración Peña en su primer año y medio de gestión, el PRD enfrenta una difícil situación de cara a los comicios estatales y federales de junio de 2015.
Los valores fundamentales del PRD están en entredicho. Si bien el pragmatismo de su dirigencia durante el presente sexenio le ha redituado en beneficios políticos (la participación en el proceso de reformas) y económicos (al incrementar sus capacidades de negociación en las asignaciones presupuestarias para los partidos políticos), la inminencia de la temporada electoral y la necesidad de comenzar a diferenciarse tanto del gobierno federal como de sus otros opositores, le han complicado la existencia a un partido con expectativas de éxito poco halagüeñas ante un PRI con la renovada fuerza que le otorga ostentar el liderazgo del Poder Ejecutivo federal. El PRD, tal como el resto de los partidos –inclusive el PRI—, no tiene nada novedoso que ofrecer, pero sí mucha “cola que les pisen”.
Como respuesta inicial a esta problemática, Carlos Navarrete presentó, como una de sus primeras iniciativas al frente del perredismo, un protocolo para fortalecer la cultura de la legalidad y la ética al interior del partido, sobre todo en lo referente a la conducta de sus legisladores y funcionarios públicos, pero también en la designación de sus candidatos a cargos de elección popular. Sin embargo, la estrategia de limpieza de la imagen del PRD no cuenta con un fondo claro y carece de un plan que consolide la unidad entre las facciones del partido. Por si fuera poco, el perredismo ya no cuenta con una figura de cohesión, como lo fueron en sus respectivos momentos tanto Andrés Manuel López Obrador como el mismo Cárdenas. Si a esto se le suma el factor disruptivo encarnado en la llegada de MORENA al escenario de los partidos políticos con presupuesto y capacidades reales de competir electoralmente, el PRD no sólo está en riesgo de perder su papel hegemónico como el mayor de los partidos de izquierda, sino que le resta posibilidades de retener las posiciones políticas que hoy están en su poder, pero que estarán en juego en 2015.
A menos de un año de encarar su primera prueba electoral desde el regreso del PRI a Los Pinos, el PRD está en el umbral de un proceso de renovación donde, probablemente, el liderazgo que Nueva Izquierda ha ostentado durante las últimas tres presidencias nacionales esté por llegar a su fin. El “río revuelto” que dibuja la actual crisis representa una oportunidad para los grupos contrarios a los llamados “Chuchos”. No obstante, a pesar del probable ocaso de esta corriente perredista, no todo estaría perdido para el PRD. Todo depende de la rapidez con la cual dicho partido pueda salir de este cisma. Independientemente de que Navarrete logre o no sostenerse al frente del partido, el PRD requiere definir un programa político competitivo y realista. Además, el perredismo no es el único sector político en problemas. El PAN vive un avatar similar en materia de recomposición programática y de realineamiento de su equilibrio interno de poder. El PRI comienza a padecer los efectos del complejo desgaste de su estancia en el gobierno federal, aunque los priistas tienen la ventaja de controlar la bolsa de recursos que le ofrece el poder. La diferencia estará en qué tan pronto el PRD se adapta al entorno.
Cidac