Por Ramón Vera Salvo
El domingo pasado fui al cine a ver la película The Giver (El Dador). Interesante película que trata sobre un hipotético futuro en relación con las formas de vida y convivencia después de la profunda degradación de valores ocurrida en la humanidad.
La sociedad ahora organizada en comunidades, en la que todos eran absolutamente iguales y regida por un Consejo de Ancianos. El odio, la envidia, el temor, el miedo, la ira, la venganza y todos los valores destructivos habían sido erradicados.
Cada individuo tenía asignada una función en la comunidad que cumplía rigurosamente.
El sustento lo proporcionaban granjas cultivadas por los asignados a esas tareas. No existía propiedad privada ni comercio. El dinero era cosa del pasado. Sólo bicicletas constituían el medio de transporte.
Los individuos no podían ir más allá del llamado “borde”. Ese era el límite físico de su comunidad.
Con la erradicación de esos valores destructivos, también se habían erradicado los demás valores humanos: el amor, la alegría, la compasión, etc. Es decir, los individuos estaban despojados de toda emoción. Para ello debían vacunarse a diario con un dispositivo instalado en cada hogar antes de salir a sus actividades.
Interesante planteamiento que me llevó a pensar sobre las formas de organización social y las posibilidades de construir sociedades mejores en las que efectivamente los individuos sean iguales y las posesiones materiales no diferencien a éstos, constituyendo grupos sociales que los sociólogos han denominado clases sociales.
Las actuales formas de organización social, inscrita en lo que se denomina forma capitalista de producción y reproducción de la vida material y social, se basan en la distinción de cada individuo como uno distinto a los demás, pero además no sólo distinto, sino en competencia con los demás.
La competencia tiene su fundamento en la propiedad. La primera distinción es entre los que son propietarios de los medios de producción y los que son propietarios solamente de su capacidad de trabajar. Esto separa dos grandes grupos sociales con intereses absolutamente opuestos.
Esta distinción, producto de ese proceso de apropiación, lleva además a que las formas de gobierno, de justicia y participación se acumulen y sean a su vez apropiados por los mismos que tienen apropiado los medios de producción.
El poder, suma de la conquista del gobierno, la construcción de la legalidad (por tanto de la justicia) y de las formas de participación, se constituye, entonces, en otra “cosa” (en otra mercancía) factible de ser apropiada y nace así otra disputa social: la del poder. Esto da origen a la distinción de nuevos grupos sociales y a la fragmentación de la sociedad en muchos grupos que se enfrentan entre sí por el poder.
Los valores de amor, compasión, igualdad, justicia, solidaridad, fraternidad, equidad y todos los valores que nos distinguen como seres humanos, dejan de ser objetivos y conductas de vida, al quedar subsumidos por el único valor preponderante: el poder, que significa seguir imponiendo al resto de la sociedad una forma de producir y reproducir la vida social, con la consecuente apropiación de la riqueza. El vehículo para ello es establecer la competencia como uno de los valores fundamentales. La consecuencia: acumulación de riqueza en un pequeño polo y acumulación de pobreza y miseria en el polo de la inmensa mayoría
La apropiación del poder por los mismos que se han apropiado de la riqueza, agrava la situación y empeora la de los desposeídos.
La riqueza y el poder se encumbran como los máximos valores, a los cuales se llega desplazando (por los medios que sea, incluido el asesinato) a los demás constituyéndose en la máxima expresión de la competencia.
Los extremos de esta situación a la que hemos llegado la podemos observar a diario: la enorme cantidad de conflictos que se viven en nuestro país y en el mundo dan cuenta de ella.
El mundo vive actualmente en guerra, las disputas por el poder y el control de materias primas, sobre todo el petróleo y los mercados, mantienen un permanente conflicto, en el que los países más poderosos imponen su ley y sus visiones del mundo. Los valores son manejados a conveniencia y se crean o se estimulan grupos a los que se arman y empujan para desestabilizar gobiernos y hacerlos caer para imponer otros dóciles y afines a sus intereses económicos.
La descomposición social ha llegado a niveles insospechados en todo el mundo. En nuestro país ha rebasado lo inimaginable. Lo ocurrido en Ayotzinapa era lo único que faltaba. Bueno, siempre es posible que ocurran cosas peores.
En estas condiciones, me pregunto ¿sería válida una sociedad como la que se vivía en las hipotéticas comunidades de la película en cuestión?.
La primera respuesta, casi impulsiva, sería tal vez eso es preferible a lo que estamos viviendo. Pero inmediatamente, el ser egoísta y consumista compulsivo en el que nos han convertido se niega y reclama su derecho a tener posesiones materiales que lo hagan diferente de los demás (incluso por encima de los más que se pueda) y su cuota de poder, aunque sea sólo sobre su familia, sus compañeros de trabajo, de iglesia o grupo social al que se adscriba.
Me vuelvo a preguntar ¿es posible construir una sociedad distinta, solidaria, igualitaria, justa, fraterna, o estamos condenados a ser lo que somos?.
¿Bastaría con cambiar la forma en que estamos organizados, es decir, al estilo capitalista? O se necesita algo más?. El llamado modo socialista que propuso Marx es viable?
En la próxima entrega continuaremos con la reflexión