El Manantial Masacrado es un reportaje del periodista Diego Enrique Osorno, en el que narra lo ocurrido en Coahuila, donde desaparecieron centenares de personas, quienes fueron masacradas; la pieza periodística resultó nominada en la categoría “Texto” del Premio Gabriel García Márquez.
El trabajo señala que comandos de Los Zetas saquearon y destruyeron medio centenar de edificaciones, y secuestraron a unas 300 personas.
Se reproduce un fragmento del trabajo publicado originalmente en Vice:
El Manantial Masacrado
Durante diez días, entre el domingo 26 de enero y el miércoles 5 de febrero de 2014, casi un centenar de funcionarios públicos de Coahuila dejaron sus escritorios y realizaron un inusual trabajo de campo para investigar qué pasó con decenas de personas desaparecidas en esta región del noreste de México.
El ambicioso operativo oficial incluyó inspecciones forenses a medio centenar de casas, negocios, cárceles, ranchos y predios abandonados así como interrogatorios a ex alcaldes, ex regidores y ex secretarios de once pueblos y ciudades cercanos a la frontera con Estados Unidos.
Sin embargo, la cruzada gubernamental terminó en medio de confusión y reclamos de un sector de la prensa interesada en el tema, y dudas sobre su eficacia por parte de las organizaciones locales que representan a familiares de desaparecidos.
Aunque participaron policías estatales, federales, soldados y marinos, la operación estuvo a cargo de una dependencia del gobierno de Coahuila creada en 2012, cuyo largo nombre resume la tragedia que ha padecido este estado que encabeza la lista de denuncias de desapariciones forzadas en el país: la Subprocuraduría para la Investigación y Búsqueda de Personas No Localizadas, Atención a Víctimas, Ofendidos y Testigos de Coahuila. En esta historia la llamaremos la Subprocuraduría, a secas.
Uno de los lugares en los que se centró el operativo fue Allende, municipio ubicado en la región de Los Cinco Manantiales, conocida así por los enormes nacimientos de agua en medio de su llanura. En marzo de 2011, este pueblo de 20 mil habitantes padeció una masacre que apenas ahora es investigada por las autoridades. Comandos de Los Zetas saquearon y destruyeron medio centenar de edificaciones, al tiempo que secuestraron, según se calcula, a 300 personas durante aquella primavera.
Todo esto sucedió en silencio y bajo encubrimiento oficial.
En Camino
Colombia está a 257 kilómetros de Monterrey. Colombia es el nombre que otorgó el gobierno de Carlos Salinas de Gortari a una comunidad creada en 1992, para devolverle a Nuevo León un pequeño trozo de la frontera de México con Texas, cuya mayor extensión comparten Tamaulipas y Coahuila. Al llegar a Colombia, Nuevo León, hay que tomar La Ribereña, una carretera angosta que recorre la orilla del Río Bravo desde el lado mexicano. Al este quedan Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros; al oeste están Guerrero, Piedras Negras y Ciudad Acuña.
Lo primero que hay al oeste de Colombia —aunque suene raro porque aquí no hay mar— es un Puesto Naval de Seguridad. Decenas de casas de campaña apostadas a la orilla de la Ribereña fueron colocadas por la Marina Armada, que reforzó su presencia desde 2012. Infantes marinos nacidos en Tabasco, Campeche, Veracruz y otros estados tropicales acampan o hacen guardia en trincheras colocadas en medio del monte. Otros revisan a los escasos transeúntes de este camino en el que se han reportado decenas de enfrentamientos entre convoys del narco y de las fuerzas oficiales entre 2010 y 2013, aunque son todavía más los combates que no han trascendido públicamente. Lo que sigue después del Puesto Naval es más monte vapuleado por el sol que aún en invierno azota las yucas y los huizaches de la vegetación. De vez en cuando aparecen letreros anunciando la entrada a ranchos como La Dueña, San Isidro, Los Apaches, La Burra, Arroyo Seco y Don Óscar. También hay construcciones en ruinas de organismos públicos o privados con las paredes agujereadas por balas. Si la Ribereña es ocasionalmente un campo de batalla, los ranchos aledaños pueden ser zonas de abastecimiento, entrenamiento, trasiego o panteones clandestinos. Pareciera que muy pocas veces son ranchos comunes de siembra y cría de ganado.
Durante el operativo especial, la Subprocuraduría encontró cuatro tambos industriales y varias prendas de ropa carcomidas por la intemperie en un predio a la orilla de la Ribereña, a la altura del municipio de Guerrero. Estas barricas son improvisadas como hornos crematorios por la mafia de la región para desaparecer los cuerpos de sus víctimas. A los soldados les gusta usar metáforas gastronómicas en su narrativa. Si en Sarajevo se hablaba de las “carnicerías” orquestadas por Radovan Karadžić, a estas rudimentarias incineraciones Los Zetas las nombraron “cocinas”.
Unas cuantas casas de Guerrero son la única población asentada a la orilla de la Ribereña, entre Colombia y Piedras Negras. Por lo demás, nadie habita junto a este camino que por momentos parece un territorio de Marte. Los únicos humanos que se dejan ver de vez en cuando son unos tipos vestidos con trajes anaranjados que trabajan para Geokinetics, la compañía que explora la cantidad de gas esquisto (Shale) existente. Este hidrocarburo que aquí abunda oculto en las piedras y que hasta ahora no es explotado comercialmente puede generar electricidad. A partir de 2010, el gas esquisto ha tenido un auge, sobre todo en Estados Unidos, donde los especialistas lo llaman “el gas de moda” o “el gas del futuro”. Para poder explotarlo se necesitan dos cosas: permiso del gobierno mexicano y mucha agua. Con la reciente reforma energética, los permisos ya vienen en camino; en cuanto al agua, en la región de Los Cinco Manantiales, el agua es tan abundante como el miedo.
Mientras los hombres de anaranjado miran pacientemente este suelo en busca de piedras que permitirán un negocio energético en millones de dólares, los empleados de la Subprocuraduría también miran hacia la tierra, pero en busca de restos humanos que den sosiego a una región perturbada por la guerra del narco.
Tras recorrer 144 solitarios kilómetros de la Ribereña desde Colombia, Nuevo León, llegamos a Piedras Negras, Coahuila.
Piedras Negras
En Piedras Negras hablamos con algunas personas que atestiguaron el operativo especial. Algunos lo consideraban un show, mientras que otros lo calificaron como un esfuerzo notable pero tardío. Salvo excepciones, la desazón es la nota predominante. Todavía no parece haber suficiente ánimo para pensar que ya pasó lo peor. Coahuila está devastada: la cloaca apenas está abriéndose. Basta ver los periódicos locales del día, cuya noticia principal es: “Javier Villarreal, preso por narco”. Villarreal era el tesorero del anterior gobierno estatal, encabezado por Humberto Moreira, quien está ahora exiliado en España, mientras que su antiguo colaborador se entregó a la agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) y colabora ahora en una investigación sobre lavado de dinero que amenaza con exhibir una vez más la narcopolítica mexicana.
Lo que sí reconocían los críticos del operativo especial dirigido por el subprocurador Juan José Yáñez Arreola era el empleo de un equipo geolocalizador de alta tecnología y además la existencia de un laboratorio móvil para ir procesando la información que conseguían los investigadores. Leobardo Ramos, uno de los médicos que dirigió la inspección forense, es respetado en Piedras Negras. A cada lugar al que fueron, el especialista y su equipo hacían su trabajo, mientras que la Marina sitiaba los pueblos, el Ejército vigilaba las entradas y salidas, y la policía federal y estatal buscaban a los funcionarios y ex funcionarios públicos para tomar sus declaraciones. El inconveniente es que los sucesos indagados ocurrieron hace tres años, en el mejor de los casos, y pocos de los entrevistados tienen fe en que las pruebas periciales sean contundentes.
Uno de los lugares de Piedras Negras que la Subprocuraduría revisó fue el Centro de Readaptación Social, famoso a nivel nacional por la fuga de 129 reos a finales de 2012. De acuerdo con algunos testimonios, en el interior de esta prisión fueron creadas algunas “cocinas” por parte de Los Zetas. Algunos agentes especulan que el uso de este método de exterminio se incrementó a partir de 2010, tras el hallazgo de 72 migrantes fusilados y abandonados en un galpón de San Fernando, Tamaulipas, así como de la excavación de decenas de restos en otras fosas clandestinas que pusieron a la región bajo escrutinio internacional. De tal forma que para evitar el escándalo derivado de estos hallazgos, los grupos criminales decidieron aumentar el uso de tambos de diesel para no dejar rastro alguno de sus masacres.
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Aunque todas las recomendaciones indicaban que no lo hiciéramos, después del mediodía salimos de Piedras Negras acompañados por dos camionetas blindadas del Grupo de Armas y Tácticas Especiales. Los GATE son una polémica corporación de élite creada por el nuevo gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, y por un grupo de empresarios locales. Se trata de agentes sin rostro ni identidad que tienen el prestigio de actuar con la misma dureza que los grupos ilegales a los que combaten. Los GATE nos acompañarían hasta tres ranchos que fueron tomados por Los Zetas en 2011 para retener y desaparecer a decenas de personas. Quedaban a las afueras del casco principal de Allende, Coahuila. Era un viaje de tan sólo 60 kilómetros adornado por unos nogales hermosos.
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El pueblo del manantial
A Allende, Coahuila, le dicen hoy en día Springfield porque la administración municipal que inició el 1 de enero de 2014 pintó de amarillo la presidencia y los principales edificios públicos como el kiosco de la plaza y la Casa de la Cultura. La traducción de Springfield al español sería “campo primaveral” o “campo de manantiales”. Reynaldo Tapia, el alcalde del pueblo, dice que no le gustan Los Simpsons y que tampoco es del PRD, cuyo color oficial es el amarillo. Tapia es dueño de más de veinte casas de empeño y milita en el PRI. Dice que pintaron de amarillo el pueblo porque “el amarillo es el color de la fuerza”.
Amarillo es también el color habitual de traxcavos como los que usaron Los Zetas para derrumbar mansiones del casco principal. El viernes 18 de marzo de 2011, alrededor de 50 camionetas pickup tripuladas por soldados del narco irrumpieron en Allende. De acuerdo con testimonios brindados a la Subprocuraduría, los hombres armados tenían enlistados los domicilios de las casas, negocios y ranchos que iban a saquear y destruir e incluso —mediante un documento— avisaron de eso al alcalde de ese entonces, Sergio Lozano Rodríguez, del PAN. Una de las residencias devastadas está justo frente a la presidencia municipal y frente a la casa particular del político está otra de las construcciones atacadas. Su administración no hizo nada mientras ocurrió la masacre.
Los comandos llegaban a los domicilios y detenían a todas las personas que se encontraban ahí. Se llevaban también los objetos de mayor valor, como dinero en efectivo y joyas. Luego dejaban que los vecinos y demás habitantes del pueblo rapiñaran lo que había quedado. Había gente que se llevaba desde macetas hasta refrigeradores. Uno de los casos más recordados es el de un labriego que se llevó una elegante sala negra de piel que tuvo que poner bajo un mezquite porque su tejabán era demasiado pequeño para meterla.
Una vez acabado el saqueo colectivo, Los Zetas demolían las casas. En algunos casos utilizaban granadas y en otras llegaban directo con mazos y máquinas de construcción. El ataque duró varios días y la policía municipal participó tanto en el ataque como en el pillaje. “También vi gente elegante dirigiendo las máquinas”, recuerda uno de los habitantes entrevistados. Al cabo de una semana, los restos de las casas destruidas en el centro de Allende se amontonaban por doquier. Bloques de cemento gris y vigas de acero dobladas y negras por el fuego aún pueden observarse luego de casi tres años.
En ninguna de las casas destruidas hubo resistencia a balazos y nadie recuerda haber presenciado una ejecución.
—La realidad es que nada más se oyeron las granadas y unas explosiones, pero nunca se vio un cadáver ni se oyó un balazo. Todos los que se llevaron estaban vivos y después ya no se supo nada de ellos, hasta el día de hoy— me explica un entrevistado, cuyo testimonio también fue tomado por la Subprocuraduría.
—¿A quién puedo buscar para que me cuente de sus familiares desaparecidos?
—A cualquiera que le preguntes de aquí te va a decir que tiene un familiar o amigo desaparecido desde aquel entonces. Este es un pueblo chiquillo.
—¿Cuántas personas fueron desaparecidas?
—Se habla de 300, pero yo creo que son más. Era un caos. Aquí la gente ya no se quiere acordar de lo que pasó…
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La masacre
Dejamos el casco de Allende para tomar una carretera vecinal rumbo a Villa Unión. A la altura del kilómetro nueve nos desviamos por una brecha. Desde ese momento estábamos en tierras de la familia Garza. Unos kilómetros adelante encontramos la primera construcción, propiedad de Luis Garza Garza: una casa de cinco cuartos color crema y verde semiderruida. Adentro una luz polvorienta encima de piedras, vidrios rotos y hierba creciendo entre papelería regada a nombre de la familia Garza Garza. En el porche una piscina terrosa que lucía extravagante y triste en medio de la solitaria llanura. Antes de ser arrasado, éste era el hogar de siete adultos y tres niños que desaparecieron. Atrás de la construcción de la casa quedan los restos de una bodega en la que hasta los altos techos de lámina fueron robados.
El siguiente rancho del trayecto es el de Jesús Garza Garza. La casa donde vivía el vaquero tiene las paredes principales con unos hoyos como ventanales. Sólo la mitad de un granero contiguo queda levantado. Uno de los GATEs inspecciona el sitio y dice que parece que fue volado con un misil.
—¿Un rocket?— pregunto.
—Sí, aquí nos han lanzado hasta misiles. Pero ni así han podido con nosotros.
—¿Fue un enfrentamiento?
—No. Nos hicieron una emboscada ahí por la entrada de Allende, por donde pasamos hace rato.
Seguimos caminando. El GATE lleva su uniforme de camuflaje desértico, junto a su AR-15 y su chaleco antibalas. De repente se encuclilla para mirar de cerca unas cenizas. “Yo creo que aquí los cocinaban”, dice, señalando una esquina del granero. “Por eso luego incendiaron todo, para que ni siquiera quedaran rastros de la sangre ni nada”.
Sin embargo, el rancho que tiene en la mira la Subprocuraduría es el tercero, el cual era propiedad de Rodolfo Garza Garza. Mientras nos acercamos al lugar, el persistente sonido de los cables de alta tensión de unas torres que parecen estar levantadas en medio de la nada genera una mayor incertidumbre. A unos 30 metros de distancia de la construcción principal aparecen unas montañas de botes vacíos de aceite diesel de 20 litros y decenas de llantas, que son usadas para facilitar la combustión. Este es el material que suelen emplear los criminales para desaparecer a sus víctimas.