Por Andrés Vera Díaz
El crecimiento exponencial de cárteles en el país desde hace 30 años no es una inferencia o interpretación ramplona. El gran mercado estadounidense de consumo de estupefacientes desarrolló, por la vinculación entre factores geográficos, económicos y políticos en México, un nicho, un caldo de cultivo propicio para ser la gran fábrica y ruta de paso de las drogas al gigante vecino.
Los hechos ocurridos ayer en Culiacán, en los que “por casualidad” se dio con el paradero de Ovidio Guzmán López y tras una prácticamente guerra en la que “todas” las autoridades fueron rebasadas, se le puso en libertad, dejando al descubierto la obviedad que muchos “sospechaban” desde sexenios atrás, la debilidad institucional del gobierno mexicano, no desde el estricto punto de vista armamentístico, sino operativo y de apego a la legalidad, (pues según datos del ranking de Global Firepower Index en 2018,México tiene el segundo más alto presupuesto para su fuerzas armadas en Latinoamérica y el tercer ejército más potente).
Sin duda, en los países más poderosos del mundo, el tráfico de drogas y todas las “sub empresas” ligadas tienen fuerte presencia. Estados Unidos, Rusia y China cuentan con organizaciones criminales de rango alto y a pesar de la fortaleza de sus fueras armadas o “institucionalidad”, es un hecho innegable que también presentan enormes grados de delitos provocados por la presencia de dichos grupos.
Gran culpa tienen la expansión del llamado “neoliberalismo”, en la que su base estructural pregona un mercado libre, no un mundo libre; de ahí se desprendiera el consumismo per se mecanizado por el desgajamiento cada vez más exacerbado de la identidad humana (en factores de bienestar) que ha podrido a la humanidad en la autodestrucción, y para eso, también hay venta.
La tejedura y su respectiva maraña para entender la complejidad de lo actuales momentos, sería objeto de muchos textos entre los que intervendrían factores antropológicos, sociales, culturales, económicos, políticos y hasta religiosos, precisamente es por tanta amalgama, que la violencia en el país será difícil contener y menos erradicar, pero en el fondo, más allá de la analogía entre naciones y responsabilizar al “gran mercado” como su punta de lanzamiento, su raíz proviene de entes sistémicos mexicanos que aprovecharon el débil aparato gubernamental para configurar una masa de corrupción que da pie a la crisis nacional de seguridad.
Durante la segunda mitad del siglo XX ni los altos responsables políticos ni los de corporaciones armadas buscaron erradicar verdaderamente el crimen organizado. Por el contrario, trataron de controlarlo y contenerlo a través de la corrupción y la negociación con las redes delincuenciales. Su objetivo era doble: enriquecerse personalmente y utilizar a los criminales como secuaces para las operaciones policiales de base contra los opositores al Partido Revolucionario Institucional (PRI). En cierta forma, el caso de Arturo Durazo, jefe de la Policía durante la presidencia de José López Portillo (1976-1982), uno de sus viejos amigos y sin duda el más corrupto de los jefes de la policía mexicana, es un ejemplo de este tipo de maneras de operar.
El de la corrupción del mundo de las instancias policiacas y de procuración de justicia dista de ser un ejemplo circunscrito e inusual en la práctica vigente en México. La opacidad en las acciones de gobierno, el derroche de recursos y el amasamiento de fortunas de presidentes, gobernadores y alcaldes representan también, desde el punto de vista “cultural” de las élites políticas cimientos para la construcción del monstruo que hoy es prácticamente difícil de aniquilar. De nadie es secreto que la forma de poder en México se regía o rige bajo la siguiente mecánica: durante el primer año de gobierno el presidente se dedica a instalar a sus hombres en puestos clave y a establecer su poder, en los cuatro años siguientes gobierna y, finalmente, durante el último, roba. La cosa parecía deplorable… pero al final era admitida no solo respecto del jefe del ejecutivo federal, sino hacia abajo. Esto provocó una red de complicidad en la que solamente bajo acuerdos políticos, el sistema rodaba impunemente.
Hasta el final de la presidencia de Enrique Peña Nieto prevalecía la idea de que estas prácticas permitían el desarrollo con estabilidad y, en última instancia, el enriquecimiento de todos. Solamente algunos golpes mediáticos fomentaban la sensación de la lucha contra el narcotráfico y sus derivados, pero en sí, el sistema protegia al sistema. Desde este punto, podemos entender el porqué, en cada sexenio, particularmente algunos grupos crecían, se empoderaban y dominaban sobre otros, sin embargo, fue en los dos últimos sexenios (PAN y PRI), cuando el sistema se rebasó a sí mismo, es decir, el “control” de plazas, acuerdos y cierto respeto entre grupos quedó en el olvido. Todos querían o quieren hacer negocio amparados por los respectivos gobiernos, por la posibilidad de acuñar fortunas inmensas y por la protección de un determinado grupo. ¿Cuántos políticos no han sido colocados por narcotraficantes?. Si hasta el mismo hijo del Chapo liberado ayer, en una entrevista con un medio argentino hace años atrás, aireaba como su padre financió campañas políticas no solamente en este país, sino en otros como el ahora escándalo en Honduras.
Bajo esta perspectiva, me parece sumamente ridículo la justificación lopezobradorista y sus adoradores, acerca de que la liberación de Ovidio obedece a “cuidar vidas”, pues un mensaje que circuló entre corporaciones advertía al propio AMLO de una guerra sin precedentes contra el gobierno si no soltaban al capo de la mafia sinaloense. Y es que, resulta paradójico, liberar a un delincuente que precisamente por su capacidad operativa, su organización haya matado a miles o cientos de miles y pues, ahora lo seguirá haciendo. El fondo de su pretexto, es sin lugar a dudas, la incapacidad de un gobierno para luchar contra fuerzas que provocarían inestabilidad social y política, y por ende, entregarle un sinfín de herramientas a la oposición que emprendería una campaña intensa para desprestigiar. Entre la espada y la pared.
Pero, surge un cuestionamiento, el cada vez más insostenible discurso de AMLO acerca del respeto a la legalidad, de la moralidad social y el combate a la corrupción ha encontrado un punto de inflexión, una línea de quiebre en la que el populismo y los decretos presidenciales no encuentran forma de legitimidad extensiva. Hace algunos meses, el propio presidente aseguró que no se pactaría con el crimen organizado ni con grupos armados, “nadie por encima de la Ley”, dijo orgulloso, Esas palabras murieron por miles de balas en Culiacán. ¿Y ahora a quién culpamos o cómo lo arreglamos?.
La respuesta de López Obrador ha sido un cansado ya discurso contra el pasado, en la que sí, se concentra la razón, como lo expuse en las primeras líneas de este texto, sin embargo, el mandatario ha declarado en varias ocasiones que en la medida que los programas sociales bajen, funcionen y se consolidaran aunado a la puesta en marcha de la Guardia Nacional, se podría pacificar al país, ¿esos programas sociales que bajan a diestra y siniestra con las mismas prácticas de condicionamiento, usadas electoralmente para grupos al interior de Morena, esos programas que en algunos estados llevan meses sin ser entregados, esos programas con padrones dudosos y opacos?. No solamente hemos visto los casos de corrupción de sus funcionarios en la 4ta, sino en los entes donde se aplican como el de “Jóvenes Construyendo El Futuro”. Por otra parte, la Guardia Nacional, cuerpo creado para la contención como lo expresaran, se ha convertido en un simple espectador de la violencia, sin resultados palpables.
Otra respuesta ha sido el desmantelamiento de bases cupulares que mantenían ese “status quo” aunque se cambiara de tricolores a blanquiazules, sin embargo, la duda también se establece cuando vemos en las “nuevas formas”, a los mismos que protegían esas superestructuras de poder y dinero. La duda surge, cuando en el sermón de moralidad, prácticamente nadie le hace caso, ni sus delegados, ni los subdelegados, ni sus servidores de la nación que violentan y minan desde adentro la Cuarta Transformación (léase asambleas de Morena). Si precisamente, el ambicioso y corrupto lo menos que tiene es moral o ética, imagínese un criminal u organización que basa su poderío en la obtención de millones de dólares bajo la complicidad gubernamental.
El sistema impera y no es por decreto como se destruye, el sistema está por encima de cualquier hombre, eso no quiere decir que debamos entonces, continuar por la misma ruta o que no deban existir entonces luchas colectivas para forzar su transformación, pero hasta el momento no hay nada cierto.
Los sucesos de ayer en Culiacán tienen que convertirse en un punto de inflexión y repensar toda la estrategia de seguridad aunada a políticas sociales de desarrollo y no meramente asistencialistas.. Dejar las visiones únicas y mesiánicas. El presidente tiene que entender que es un tema en el que tiene que participar e involucrarse toda la sociedad.
No es posible que el estado ceda ante la delincuencia y se derrote. No estoy de acuerdo con la explicación que da el gobierno al respecto. La cuestión hoy reside en saber si México sabrá romper con su vieja política del “desarrollo estabilizador” protegido por los dos partidos anteriores que gobernaron el país: hacer todo con el fin de favorecer un crecimiento económico que traiga milagrosamente hábitos democráticos, de justicia y paz social.